miércoles, 14 de enero de 2009

Carlos Mastronardi

Las huellas del futuro

A L. Riedel Ratisbona

Ya entraba por los huertos del contorno la sombra
y el cielo, hecho de heridas admirables,
sufría unas bandadas quejosas, espectrales.
En el azul mortal, alto y clamante,
nada más que su triste poderío.
Sin alma esa quietud. Sólo alentaba
en el borroso pueblo la brisa que salía
de los yuyales próximos,
y la queja selvática, inhumana.
La soledad, y encima
la rosa declinante del oeste.
Personas oscuras y sin voces
venían entonces,
como sueños fugaces, ya gastadas
por la invasora y lenta miseria del ocaso,
vueltas hacia su pálido destino,
hacia ninguno.
El manso anochecer las apagaba
y en aquellos momentos no existían;
fuera del mundo iban sus pies de niebla,
y así caían sin término,
desde el vago futuro despojadas.
El largo anochecer era su dueño,
su taciturno rey y su ¡quién sabe!
Los gestos invariables y parejos
-más vivaces y firmes que las almas-,
bajo el imperio de los negros campos
que entraban con el vaho de la hora fría.

El árbol junto al árbol,
una clara tristeza
en la honda lejanía y en los inciertos hombres,
y el rocío brotando sobre la piedra.
Entonces, una música que empezaba en la plaza
volvía a crear el pueblo y daba a todos
los pechos igual rumbo:
allí estaba el espejo inevitable.
Los callejones muertos, la suprema
piedad de las estrellas, el anónimo miedo
con su extrema belleza, y por momentos
la fina llamarada del frío.

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