viernes, 23 de enero de 2009

En el año 1818, Joseph Jacotot, lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, tuvo una aventura intelectual.

... las lecciones del modesto lector fueron rápidamente apreciadas por los estudiantes. Entre los que quisieron aprovecharlas, muchos no sabían francés. Joseph Jacotot, por su parte, ignoraba por completo el holandés. No había, pues, lengua alguna en la que pudiera enseñar lo que le pedían.

... había que establecer entre él y ellos el vínculo mínimo de una cosa común. Por ese entonces se había publicado en Bruselas una edición bilingüe de Telémaco. La cosa común fue hallada... [Jacotot] Hizo llegar el libro a los estudiantes por medio de un intérprete y les pidió que aprendieran el texto francés con la ayuda de la traducción. Cuando llegaron a la mitad del libro, les hizo saber que debían repetir sin cesar lo aprendido y conformarse con leer el resto, por lo menos para poder contarlo. Era un solución improvisada, pero también, a pequeña escala, una experiencia filosófica...

Les pidió a los estudiantes que se habían preparado de esta manera que escribieran en francés lo que pensaban de todo lo que habían leído.

...¿de qué manera todos esos jóvenes privados de explicaciones habrían podido comprender y resolver las dificultades de una lengua para ellos nueva? ¡No importaba! Era necesario ver a dónde los había conducido ese camino abierto al azar, cuales eran los resultados de este empirismo desesperado. Cuál no fue su sorpresa al descubrir que sus alumnos, librados a sí mismos, habían salido del mal paso igual de bien que muchos franceses.

¿Entonces sólo era necesario querer para poder?

¿Acaso todos los hombres eran virtualmente capaces de comprender todo lo que otros habían hecho y comprendido?

Hasta entonces, él había creído lo mismo que creen todos los profesores concienzudos: que la gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a los alumnos para elevarlos [Élever en francés significa, además, "educar"] gradualmente hacia su propia ciencia.

... En pocas palabras, el acto esencial del maestro era explicar, despejar los elementos simples del conocimiento y hacer que su simplicidad de principio concuerde con la simplicidad de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes e ignorantes. Enseñar era, al mismo tiempo, transmitir conocimientos y formar espíritus, conduciéndolos, según una proyección ordenada, de lo más simple a lo más complejo.

Así razonan los profesores concienzudos. ...

Ahora bien, he aquí que un grano de arena se introducía azarosamente en los engranajes de la máquina. Él no les había dado a sus "alumnos" ninguna explicación sobre los primeros elementos de la lengua. No les había explicado la ortografía ni las conjugaciones. Habían buscado por su cuenta las palabras francesas que correspondían a las palabras conocidas, y las razones de sus desinencias. Habían aprendido solos a combinarlas para luego construir oraciones francesas. ...

¿Entonces las explicaciones del maestro estaban de más? O, sí no lo estaban, ¿para qué o quién eran útiles?

1 comentario:

sonoio dijo...

supongo que de tener alumnos franceses, otra hubiese sido la solución, pero en mi experiencia, al dar confianza, los resultados son buenos en general, de este caso en particular, salvo lo que cuenta el post, nada sé, habría que ver cuántos alumnos tenían la pasión suficiente como para alcanzar los resultados pedidos, saludos