lunes, 12 de enero de 2009

Fogwill, en el mismo orden de cosas

“¿Felicidad?, se preguntaba. No sabía como nombrar a esa forma de orgullosa satisfacción sexual. Nunca dio crédito a la existencia de la felicidad: lo que la gente llamaba felicidad cuando decía envidiar la felicidad de otros, o cuando perseguía su propia e inalcanzable felicidad, parecía definir un sentimiento completo. No era su caso, tampoco parecía ser el de ella: bastaba que irrumpiera la felicidad al pensar en ella o al compartir con ella una emoción nueva, para que al instante apareciese el temor a estar equivocado o a perder la facultad de experimentar nuevamente eso que le resultaba indispensable. Cualquier nombre que le diera a esa “felicidad”, no cambiaría su carácter discontinuo. Todos los sentimientos han de ser discontinuos: no solo porque aparecen o desaparecen según los ánimos o el azar de la disposición de las cosas del mundo en cada instante. También variarán su intensidad por la presión de otros sentimientos que puedan aparecer simultáneamente. La máquina de sentir nunca se detiene. Como el embarazo, siempre trae algo nuevo al mundo y por eso cada sentimiento es discontinuo y el breve intervalo de su permanencia nunca es igual: varían la intensidad del sentimiento y su color, o como deba llamarse el efecto que imponen otros sentimientos que se cuelan tratando de combinarse con él o de desplazarlo del centro de atención de la vida (…). Tan evidente debió ser el carácter discontinuo de la felicidad que desde el comienzo los humanos trataron de capturar sus intervalos de aparición mediante el conjuro de los ritmos sociales. Calendarios de fiestas y celebraciones, horarios de trabajo y descanso, edades de iniciación al sexo, al trabajo o la guerra, rituales pautados en el tiempo”.

En otro orden de cosas”, Rodolfo Fogwill

Dos amigos –uno más bien romántico, el otro más bien cínico- me recomendaron que leyera “En otro orden de cosas”, de Fogwill. Uno de ellos pasó a los hechos y me lo regaló. Por eso lo leí. La verdad es que no me gustó demasiado porque, más allá de que Fogwill escribe bien, la tesis de su libro ya la conozco. Es más: estoy aburrido de esa tesis. Postula simple y trilladamente que los militantes que en los ’70 formaron parte de la marea revolucionaria de la época, cambiaron de piel muy rápido y se dedicaron a otra cosa sin demasiados conflictos. El protagonista de “En otro orden de cosas” termina trabajando en el directorio de una multinacional, ¿qué original, no?. Así como el setentismo heroico y naif, cansa y finalmente domestica el voltaje subversivo de una época, el cinismo que, a esta altura, ya es una corriente de pensamiento tiene olor a hipocresía y, por suerte, también a naftalina. Creo entender a los que no creen en nada porque ser militante del escepticismo es muy pero muy sencillo.
¿Por qué carajo entonces copio un fragmento de un libro que no me gustó?
Porque creo que ese párrafo no tiene que ver con la tesis principal y, hasta diría, la rebate. Rescata el margen de lo imprevisto que juega fuerte en la vida. Contradice la tesis principal del nihilismo que ya sabe, por ejemplo, cómo terminan todas las historias épicas.
Habla del azar, de que nadie está condenado a vivir una vida de tristeza y de que, aún cuando parece que todo se va a la mierda, surge siempre algo nuevo. “La máquina de sentir nunca se detiene”.
Diego.

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