viernes, 23 de enero de 2009

Música nocturna - Carlos Mastronardi

Música nocturna

Dotado de tu gracia,
ya sereno en la tarde generosa,
sabiendo que estos días merecen recordarse,
siempre dispuesto a regresar temprano,
según suelo decirme cuando arrecia el trabajo
y resuena en la vieja redacción
la plenitud del mundo;
así, como sujeto a la delicia,
vecino del invierno en que un jardín reluce
(hoy faltó un compañero; sin embargo,
sospecho que podremos cenar juntos),
busco el abrigo levantado entre árboles,
el querido refugio vuelto al cielo
donde el mundo es dichosa simetría
y la humana blancura funda el verso.

Pienso -la noche es grata- que no vale la pena
dilatar el horario que uno cumple
por triste obligación, cuando la sombra
y la quietud esperan, allá en el barrio amable,
ahora agasajado por la fronda.
Vuelvo a sentir el cielo entre los árboles
de la calle apagada, ya del lucero y mía,
y una dulce costumbre me deja en esta puerta
que es la octava a contar desde el puente rojizo.
Aquí el jazmín, allí el viejo grabado
que trajera un amigo
-ya no recuerdo la ocasión ni el tiempo-
quizá como regalo de cumpleaños,
y que ahora confirma el orden íntimo
y enlaza, persistente, la realidad al alma.

Otra vez este azul y esos vasos de cobre
y la quietud como suspensa en flores,
en cuya grave hondura mis latidos
y tus pasos ligeros se confunden.
Digo entonces que acaso sería bueno llevar
la mesita al balcón
escondido en el próspero follaje,
donde la fresca brisa del río ya divaga.
La vasta noche te alza y te recrea
para el huésped callado de tus ojos,
en tanto la hora viva entre racimos
y apasionados libros y humo lento
discurre con encanto hasta la aurora,
y fiel a la delicia sobrevive
en la secreta paz, la intensa lámpara.

Reluce venturosa la alta joya
en el fondo del íntimo sosiego,
y mientras anda ya en la lejanía
el carro tempranero,
y comento algún hecho que los diarios registran,
siento la vecindad de tu esplendor
que aplaza los trabajos
prometidos en vano para uno de estos días.
La rosa de mirarte arde en silencio,
y el ávido minuto une las manos,
mueve un cielo que gira como en sueños,
desordena collares y atavíos
y es instantáneo dios que borra el mundo.
Aquí está, milenario y sin embargo vívido,
el sincero animal que yo arrojo a tus noches.

Crece un sol balanceado por la fronda.
Entre tu frente y la mañana ruedo
por calladas praderas donde el tiempo
se desprende y aparta de los cuerpos.
Un pájaro resuelve su ternura
en un silbido que repuebla el mundo.
Vibran tus pies livianos de otra noche,
y con ojos vencidos, frente a la luz primera,
quietamente buscamos
nuestros desiertos reinos paralelos.
Semejante al marino ya devuelto a la playa
donde yace y olvida, sólo es dulce abandono
el alma que a tu cielo pidió el rayo.
Allí quedan, tenaces como el oro,
tu serena hermosura y la mañana.

De Siete poemas.

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